Lo que podéis leer a continuación lo escribí hace más de dos o tres años, lo he encontrado olvidado en una carpeta de mi ordenador, y he pensado que tal vez a alguien le podía apetecer leerlo.-
Entre el sueño y la vigilia voy abandonando un prado violeta en el que unas mujeres egipcias se cepillan el cabello. La luz que entra por la ventana es de un amarillo sucio, pegajosa. En la mesilla de noche hay una pluma de pájaro naranja. La cojo entre mis dedos y juego con ella, imaginando que es un objeto mágico. Una pluma que puede modificar el tiempo, hacer que vaya de atrás hacia delante, y a la inversa, que se estire y se encoja y se tense como un arco hasta que desaparezca. Una pluma que me haga regresar a aquella primera vez en que mis ojos miraron fuera del líquido amniótico, que me lleven a esa habitación desde la que se verá toda la ciudad durmiendo el sueño de las bestias (toda ciudad tiene el vientre repleto de garras salvajes) y en la que tú descansarás a mi lado, como si no hubiese sucedido nada. Es como si en este momento yo supiese todo lo que ha ocurrido y va a ocurrir en mi vida. Me he convertido en un narrador omnisciente. Y sin embargo, este punto de vista subjetivo por ser la persona que es narrada. Miro el reloj. El tiempo vuelve a concentrarse entre sus tres agujas. Son las once de la mañana.
Salgo a la calle y deambulo por la ciudad buscando algo en qué pensar. El semáforo se cierra y me paro automáticamente. Veo pasar un hombre con un abrigo hasta los pies, el pulso en mis dedos se acelera. Cuando el hombre se gira, descubro que no es él. Las manos las siento frías. El semáforo está en verde y yo avanzo con los músculos sonámbulos. Desde mi encuentro con el hombre del parque no he podido dejar de buscarle de manera inconsciente. Incluso creo que va a aparecer en la cocina de mi casa o en mi dormitorio. Es una sensación extraña. El tiempo fluye y casi no me doy cuenta. Sólo noto las pulsaciones de mis pensamientos nadando hacia el hombre del parque. Un velo se ha expandido ante mis ojos. Todo lo que miro me parece digno de ser amado (también digno de que lo narre, amor y literatura). Las hojas que caen como barcos de una leyenda, los rayos de sol en el rostro. Una mujer se ha detenido a mi lado y me mira por debajo de unas gafas de sol. La reconozco, es una de las tres personas que estaban en el parque. Es una mujer de mediana edad, pelo rubio, esbelta, con un perfil trágico. Lleva los labios color cereza. Me dice en un tono casi imperceptible:
- Creí que no te encontraría. Desde el otro día…
Se quita las gafas de sol con un movimiento nervioso y así puedo ver sus ojos azules (me hacen pensar en el mar que aparece en mis sueños, un mar agitado, poderoso, con la boca llena de espuma.) La mujer me ha cogido del brazo y yo me dejo guiar por ella. Avanzamos por una calle, más bien estrecha, que desemboca en unos jardines. Atravesamos un laberinto de arbustos y llegamos a un café con el frontal de madera lacado en rojo y unos ventanales muy amplios. Nos sentamos en un velador con dos sillas de hierro.
- Cuánto tiempo ha pasado desde…- Su voz enmudece, como si estuviese esperando a que yo dijera unas palabras de alivio.- Creí que el mar habría podido al final con tu idealismo. Pero parece ser que me equivoqué. ¿Recuerdas? Siempre decías que la próxima vez que nos viésemos tú serías toda agua, agua a raudales, que borrarías así todos los deseos… No pensé que fueses a mirar como un escritor.
La miro como quien mira un fuego en medio del océano. Ella se da cuenta y cambia el tono de la conversación.
- ¿Fuiste al final a Méjico? – Me dice. Y yo casi no recuerdo cuándo fue la última vez en que pensé en aquella idea de escapar.
- Todavía estamos a tiempo de ir.- Me mira con unos ojos casi líquidos - Siempre hay tiempo. Siempre queda tiempo.- Repite de manera misteriosa y algo melodramática.
El camarero se acerca a nosotras. Es un chico con aspecto francés. Ojos y cara lánguida. El camarero se va con la bandeja de cristal.
- Ese camarero…- me dice la mujer- Parecía francés. Era tan parecido a aquel chico de la costa. ¿Recuerdas aquel verano? El baile al final de la playa. Y tú queriendo olvidar, mientras el mar iba y venía. La luna muy arriba. Luego pasó aquello…- Se calla a mitad de la frase. Sabe que prohibimos hablar de lo que ocurrió.- Fue un verano extraño. Y eso que hizo un tiempo inigualable. Las noches parecían haberse convertido en un manto rojo, como el de los reyes o los santos.
Entre ella y yo siento que sólo queda distancia. Estamos viviendo dentro de las cuatro paredes de un recuerdo. Creí que nunca se lo perdonaría. Aunque tal vez ella nunca haya sido consciente.
El camarero viene con nuestras bebidas. Ella roza su mano cuando le va a servir el vodka. Parece tan lejos de mí. Creo que si gritase no llegaría a oírme.
Observo cómo se enciende uno de sus cigarrillos. Sus ojos, ahora lo recuerdo, son piedras templadas por la luna. El humo que sale de su boca es denso. Sé lo que está pensando. Eso siempre la ha hecho vulnerable. Ella lo sabe y me odia por ello. Su cuerpo parece una colmena columpiándose al borde de un acantilado, con la miel derramándose eternamente sin llegar nunca a colmar el mar que yace en el fondo del precipicio.
Muy cerca, casi puedo notar su pulso, se sienta una niña con su madre. Su pulso es lento. La niña se balancea con un ritmo dulce y juega con una muñeca de trapo, mientras habla con ella. Su madre, una mujer de mediana edad, con medias negras, falda recta y zapatos de tacón, tiene un cigarro en la mano. Está mirando a través del ventanal del café, diluyéndose entre sus pensamientos como un líquido espeso. En un momento determinado, la mujer no aguanta más, coge a la niña del brazo y desaparecen sin dejar rastro. Yo diría que se desvanecieron, aunque eso no sea posible en términos científicos ni reales. Tal vez, no estaban en esa mesa cercana a la nuestra. Antes dije que podía notar el pulso de la niña. Tal vez, estuvimos en el mismo punto de la historia, pero en dos tiempos que no coincidían. Pero esto no son más que suposiciones. El hecho objetivo es que la madre y la niña estaban y ahora ya no están. Y este hecho ha dejado un rastro de nostalgia dentro de mi mente. Una sensación a lámina de plomo adaptada a mi piel. Esa sensación, unida a una determinada intensidad de la luz del medio día que entra por el ventanal situado a mi izquierda, dibuja dentro de mis ojos las imágenes de un sueño que tuve hace unos años. Las imágenes se van superponiendo unas a otras, sin saber cuál de ellas va primero. Los sueños siempre vuelven en espirales de calor y de frío. Estoy en una habitación. Presiento que es una de las miles de habitaciones de un palacio abandonado. Por debajo de las puertas empieza a filtrarse un charco de sombra. Mis pies están mojados. Me subo a la cama de matrimonio y un hombre casi transparente se sienta de espaldas a mí. Está llorando. Cuando acerco mi mano a su nuca, la figura se desintegra en escorpiones y mariposas amarillas. Hay una escopeta al lado de la mesilla. El hombre coge la escopeta. Lleva una máscara sin agujeros en los ojos. Yo estoy embarazada. La cabeza del niño empieza a salir de mi cuerpo. El hombre apunta la escopeta directamente a mi cabeza. Va a disparar. El niño va saliendo, parece una larva. Dispara.
Las imágenes se van de mis ojos. Ella sigue enfrente de mí. Cada vez me parece más carnal, aún así me mira de una manera ingenua. El tiempo ya no es un niño solitario, el tiempo se ha convertido en una tribu de salvajes que trata de arrancarnos las vísceras para ofrecérselas a un dios.
La he atrapado. Fue difícil la caza. Ella tiene muy desarrollado el sentido de la orientación. Se sabe cada atajo, cada rincón de mi memoria. Y al fin conseguí someterla a las órdenes del recuerdo. En un principio, ella trató de escapar, creía que las cuatro paredes no serían muy consistentes, pero se equivocó. He de confesar que tuve la ayuda de mi sentido de culpabilidad, él fue el que me ayudó a acorralarla, y a hacer que viviese para siempre dentro de esas cuatro paredes blandas. Así se mantiene hermosa y trágica. Y a veces, incluso, se parece al océano.
Entre el sueño y la vigilia voy abandonando un prado violeta en el que unas mujeres egipcias se cepillan el cabello. La luz que entra por la ventana es de un amarillo sucio, pegajosa. En la mesilla de noche hay una pluma de pájaro naranja. La cojo entre mis dedos y juego con ella, imaginando que es un objeto mágico. Una pluma que puede modificar el tiempo, hacer que vaya de atrás hacia delante, y a la inversa, que se estire y se encoja y se tense como un arco hasta que desaparezca. Una pluma que me haga regresar a aquella primera vez en que mis ojos miraron fuera del líquido amniótico, que me lleven a esa habitación desde la que se verá toda la ciudad durmiendo el sueño de las bestias (toda ciudad tiene el vientre repleto de garras salvajes) y en la que tú descansarás a mi lado, como si no hubiese sucedido nada. Es como si en este momento yo supiese todo lo que ha ocurrido y va a ocurrir en mi vida. Me he convertido en un narrador omnisciente. Y sin embargo, este punto de vista subjetivo por ser la persona que es narrada. Miro el reloj. El tiempo vuelve a concentrarse entre sus tres agujas. Son las once de la mañana.
Salgo a la calle y deambulo por la ciudad buscando algo en qué pensar. El semáforo se cierra y me paro automáticamente. Veo pasar un hombre con un abrigo hasta los pies, el pulso en mis dedos se acelera. Cuando el hombre se gira, descubro que no es él. Las manos las siento frías. El semáforo está en verde y yo avanzo con los músculos sonámbulos. Desde mi encuentro con el hombre del parque no he podido dejar de buscarle de manera inconsciente. Incluso creo que va a aparecer en la cocina de mi casa o en mi dormitorio. Es una sensación extraña. El tiempo fluye y casi no me doy cuenta. Sólo noto las pulsaciones de mis pensamientos nadando hacia el hombre del parque. Un velo se ha expandido ante mis ojos. Todo lo que miro me parece digno de ser amado (también digno de que lo narre, amor y literatura). Las hojas que caen como barcos de una leyenda, los rayos de sol en el rostro. Una mujer se ha detenido a mi lado y me mira por debajo de unas gafas de sol. La reconozco, es una de las tres personas que estaban en el parque. Es una mujer de mediana edad, pelo rubio, esbelta, con un perfil trágico. Lleva los labios color cereza. Me dice en un tono casi imperceptible:
- Creí que no te encontraría. Desde el otro día…
Se quita las gafas de sol con un movimiento nervioso y así puedo ver sus ojos azules (me hacen pensar en el mar que aparece en mis sueños, un mar agitado, poderoso, con la boca llena de espuma.) La mujer me ha cogido del brazo y yo me dejo guiar por ella. Avanzamos por una calle, más bien estrecha, que desemboca en unos jardines. Atravesamos un laberinto de arbustos y llegamos a un café con el frontal de madera lacado en rojo y unos ventanales muy amplios. Nos sentamos en un velador con dos sillas de hierro.
- Cuánto tiempo ha pasado desde…- Su voz enmudece, como si estuviese esperando a que yo dijera unas palabras de alivio.- Creí que el mar habría podido al final con tu idealismo. Pero parece ser que me equivoqué. ¿Recuerdas? Siempre decías que la próxima vez que nos viésemos tú serías toda agua, agua a raudales, que borrarías así todos los deseos… No pensé que fueses a mirar como un escritor.
La miro como quien mira un fuego en medio del océano. Ella se da cuenta y cambia el tono de la conversación.
- ¿Fuiste al final a Méjico? – Me dice. Y yo casi no recuerdo cuándo fue la última vez en que pensé en aquella idea de escapar.
- Todavía estamos a tiempo de ir.- Me mira con unos ojos casi líquidos - Siempre hay tiempo. Siempre queda tiempo.- Repite de manera misteriosa y algo melodramática.
El camarero se acerca a nosotras. Es un chico con aspecto francés. Ojos y cara lánguida. El camarero se va con la bandeja de cristal.
- Ese camarero…- me dice la mujer- Parecía francés. Era tan parecido a aquel chico de la costa. ¿Recuerdas aquel verano? El baile al final de la playa. Y tú queriendo olvidar, mientras el mar iba y venía. La luna muy arriba. Luego pasó aquello…- Se calla a mitad de la frase. Sabe que prohibimos hablar de lo que ocurrió.- Fue un verano extraño. Y eso que hizo un tiempo inigualable. Las noches parecían haberse convertido en un manto rojo, como el de los reyes o los santos.
Entre ella y yo siento que sólo queda distancia. Estamos viviendo dentro de las cuatro paredes de un recuerdo. Creí que nunca se lo perdonaría. Aunque tal vez ella nunca haya sido consciente.
El camarero viene con nuestras bebidas. Ella roza su mano cuando le va a servir el vodka. Parece tan lejos de mí. Creo que si gritase no llegaría a oírme.
Observo cómo se enciende uno de sus cigarrillos. Sus ojos, ahora lo recuerdo, son piedras templadas por la luna. El humo que sale de su boca es denso. Sé lo que está pensando. Eso siempre la ha hecho vulnerable. Ella lo sabe y me odia por ello. Su cuerpo parece una colmena columpiándose al borde de un acantilado, con la miel derramándose eternamente sin llegar nunca a colmar el mar que yace en el fondo del precipicio.
Muy cerca, casi puedo notar su pulso, se sienta una niña con su madre. Su pulso es lento. La niña se balancea con un ritmo dulce y juega con una muñeca de trapo, mientras habla con ella. Su madre, una mujer de mediana edad, con medias negras, falda recta y zapatos de tacón, tiene un cigarro en la mano. Está mirando a través del ventanal del café, diluyéndose entre sus pensamientos como un líquido espeso. En un momento determinado, la mujer no aguanta más, coge a la niña del brazo y desaparecen sin dejar rastro. Yo diría que se desvanecieron, aunque eso no sea posible en términos científicos ni reales. Tal vez, no estaban en esa mesa cercana a la nuestra. Antes dije que podía notar el pulso de la niña. Tal vez, estuvimos en el mismo punto de la historia, pero en dos tiempos que no coincidían. Pero esto no son más que suposiciones. El hecho objetivo es que la madre y la niña estaban y ahora ya no están. Y este hecho ha dejado un rastro de nostalgia dentro de mi mente. Una sensación a lámina de plomo adaptada a mi piel. Esa sensación, unida a una determinada intensidad de la luz del medio día que entra por el ventanal situado a mi izquierda, dibuja dentro de mis ojos las imágenes de un sueño que tuve hace unos años. Las imágenes se van superponiendo unas a otras, sin saber cuál de ellas va primero. Los sueños siempre vuelven en espirales de calor y de frío. Estoy en una habitación. Presiento que es una de las miles de habitaciones de un palacio abandonado. Por debajo de las puertas empieza a filtrarse un charco de sombra. Mis pies están mojados. Me subo a la cama de matrimonio y un hombre casi transparente se sienta de espaldas a mí. Está llorando. Cuando acerco mi mano a su nuca, la figura se desintegra en escorpiones y mariposas amarillas. Hay una escopeta al lado de la mesilla. El hombre coge la escopeta. Lleva una máscara sin agujeros en los ojos. Yo estoy embarazada. La cabeza del niño empieza a salir de mi cuerpo. El hombre apunta la escopeta directamente a mi cabeza. Va a disparar. El niño va saliendo, parece una larva. Dispara.
Las imágenes se van de mis ojos. Ella sigue enfrente de mí. Cada vez me parece más carnal, aún así me mira de una manera ingenua. El tiempo ya no es un niño solitario, el tiempo se ha convertido en una tribu de salvajes que trata de arrancarnos las vísceras para ofrecérselas a un dios.
La he atrapado. Fue difícil la caza. Ella tiene muy desarrollado el sentido de la orientación. Se sabe cada atajo, cada rincón de mi memoria. Y al fin conseguí someterla a las órdenes del recuerdo. En un principio, ella trató de escapar, creía que las cuatro paredes no serían muy consistentes, pero se equivocó. He de confesar que tuve la ayuda de mi sentido de culpabilidad, él fue el que me ayudó a acorralarla, y a hacer que viviese para siempre dentro de esas cuatro paredes blandas. Así se mantiene hermosa y trágica. Y a veces, incluso, se parece al océano.