lunes, 9 de septiembre de 2013

Frieda Kahlo y Diego Rivera (1931)

Frieda Kahlo y Diego Rivera (1931) Convertir el amor en materia para doblegar el miedo. Él y su enorme sombra tendida en la distancia que separa sus fauces de mi cuerpo. Destruir la propia mirada. Hasta que la forma devore todos los caminos que desembocan en la catástrofe. Él y su movimiento de regreso llevando el poema siempre hasta la extenuación.

EL INCONSCIENTE

Lo conozco. Este lugar lo conozco. Con su musgo, sus símbolos y lianas. Con esta intensidad que sólo adquieren los espacios que no han sido colonizados. No sé cómo llegué hasta aquí, ni la distancia que me separa del punto de partida. Tampoco logro recordar el tiempo invertido en su búsqueda. Sólo sé que llegué, que estoy aquí, que puedo olerlo y oírlo y respirarlo, como un animal al límite de sus instintos. Siento mi cuerpo extraño, extrínseco. Supongo que será lo normal, que tendré que acostumbrarme a este espacio que está vivo y late como un organismo ensangrentado. Busco las palabras que me ayuden a descifrar su lenguaje. Sin embargo, las palabras adquieren aquí un tacto distinto. Su aspereza desgarra mi garganta. Sé que conozco este lugar. Lo he sentido antes. Pero dónde, cuándo. Mi cabeza va deshilvanando la materia, buscando el camino que me lleve a las respuestas, pero tropiezo y caigo y me hago sangre. Es inútil la pregunta, al igual que sería inútil encontrar la respuesta. Algo interrumpe mis pensamientos. Son tambores. Cientos de tambores. Su música me trae recuerdos. De una fuente, un patio. Se me erizan los pensamientos. Los tambores se instalan en el centro mismo de las cosas y ya no puedo seguir recordando. Cada vez se acerca más su ritmo inconsciente, engullendo todas mis creencias. Creo haber llegado al territorio de las estatuas.