jueves, 2 de octubre de 2008

Las Casualidades



Las casualidades es un poema que escribí hace ya más de dos años, está incluido en el libro "Las versiones del Tigre", editado por Vitruvio. Hoy me he acordado de ese poema no sé muy bien porqué, tal vez porque era su momento...


Las casualidades

De los cinco alfileres que le han metido en la boca, sólo uno de ellos tiene la punta redondeada y el cabezal con espinas. Lleva tres horas sin beber para no tragarse ninguno de ellos. En cuanto a la saliva, se va acumulando en los laterales de la lengua. Sabe que no va a aguantar mucho más tiempo. Al principio tan sólo observa, todo le parece más intenso con ese puñado de alfileres metidos dentro de la boca. Una viruta de madera en el borde de una reja. Las columnas encorvadas de un patio interior. La niebla que se desprende de los zapatos. Los peces gordos de un estanque romano. El agua que rompe un aljibe. Las trenzas de una niña que juega a ser visible. El empedrado asciende hasta las ruinas de una casona. Un Cristo iluminado por los faros de un coche. Solo es un estar atento. Ha caminado unos metros y la sed se le agria en la uña que lleva más larga. Tiene sed. Tiene demasiada sed. Como por arte de magia o de sincronismo se encuentra con una terraza en la acera. El hombre de la sed tiene el cabello y la barba blanca. Va vestido de explorador, aunque su aspecto es el de un filósofo, debe ser por los alfileres que tiene en la boca. El filósofo se sienta en una de las mesas y llama al camarero. Está a punto de beberse la cerveza cuando una mujer ocupa la mesa que queda libre. La mujer tiene los rasgos muy finos y lleva un tenedor entrelazado en la muñeca de la mano izquierda, donde debería ir el reloj. A primera vista la mujer es muy normal, pero bajo la mirada de un filósofo que tiene un puñado de alfileres en la boca, la normalidad se diluye detrás de la pupila. La mujer se sienta en una terraza, cruza las piernas y mira con sus ojos azules las postales que escribe un hombre con barba. Le parece curioso que el hombre sea tan metódico en el acto de escribir postales, todas las que va terminando las aparta en un montoncito a la derecha. Se enciende un cigarro y mira una viruta que se balancea en el borde del balcón que está sobre su cabeza. El hombre está escribiendo en una de las postales acerca de una teoría que se va a llamar de las causalidades. Mira los ojos azules de la mujer y siente la inocencia en el lóbulo de la oreja. El camarero se acerca y le dice que esa postal que está escribiendo va a ser muy importante para la humanidad. El hombre le pregunta que cómo lo sabe. No soy adivino, pero podría serlo. La mujer tiene los ojos azules y está loca, el camarero también sabe de su locura. El filósofo y la loca se miran. Ya no tiene alfileres en la boca. Se podría haber tragado cualquiera de ellos al beberse la cerveza, sin embargo, antes de que esto ocurriera, apareció la mujer y se llevó los alfileres en el color de sus dos ojos. El filósofo se ha quedado con la inocencia de la loca. Han desaparecido los personajes. Sólo queda la terraza, el balcón con la viruta de madera y una postal con la dirección borrada. La mujer va hacia donde estuvo sentado el filósofo y lee la única postal que ha dejado. He conocido a una mujer que está loca y que va a saber de su locura cuando lea estas líneas por casualidad. Sin embargo, ese conocimiento no es casual, sino causal. La mujer lleva días programando el encuentro. El filósofo, el adivino, la terraza, la viruta, los peces del estanque, la sed. El sincronismo me ha liberado de los alfileres. La locura te ha hecho inocente. Esta es la única casualidad. La postal está fechada en el año anterior. En el matasellos hay una marca hecha con cuatro alfileres y una idea.

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