La poesía de Ángela Álvarez Sáez, como en los mejores mitos griegos, parece “el regreso de un laberinto a otro laberinto más antiguo en el que no existía ninguna salvación” y donde “la noche caía como un círculo.” Así, lo primero que llama la atención cuando abrimos un libro suyo es la increíble corriente onírica que se mueve como por arte de magia o a través de elegantes malabarismos, que nos va arrastrando y transportando a lo largo de las páginas.
La atmósfera de los poemas de Ángela tiene algo de película de Buñuel, Passolini o Lars Von Trier, entre la magia de lo visual y el poder de lo simbólico; hay asimismo algo de cuadro de Hopper, casas aisladas cuya “escalera de caracol se llena de luciérnagas”; un grito espiral de Munch, ante los miedos, representados en la forma de un tigre calvo, sin dientes y de “vértigo escanciando zumo de azalea en los interiores;” una imaginería de cuadro de Dalí donde “los días transcurren como relojes parados” porque “los cuervos han picoteado las manecillas” y donde la “sensación de pérdida levanta los adoquines y humedece la cal de las paredes” o un capricho de Goya donde una niña sueña con una procesión de monstruos, burros y frailes y una hilandera le teje un ajuar.
Pero el espacio y el tiempo en la poesía de Ángela van mucho más allá de lo aparentemente bíblico, sobrenatural, mitológico o vanguardista. Sus versos se sitúan en un mapamundi que abarca toda la historia de la humanidad, en su sucesión de épocas y civilizaciones, perpetuo diálogo entre Oriente y Occidente. La autora habla de rituales que logran traspasar el inconsciente de la literatura, recuerda el éxodo y es capaz de doblar las palabras “como un hierro candente.”
Al igual que la memoria del muerto y la del loco, la poesía de Ángela Álvarez Sáez está compuesta de miles de instantáneas, se edifica a base de ricos símbolos como torres de tortugas que encerraran todo un universo dentro del caparazón, de ahí sus infinitas lecturas e interpretaciones, su capacidad para construir imágenes siempre nuevas, sinestesias que se pueden palpar, como girasoles que se abren dentro de la boca del lector u hogazas de pan que se parten en dos sobre la mesa de nuestros antepasados, en unas coordenadas donde la escritura y la palabra, consciente de su plasticidad y poder, se convierte “en un verdadero acto de fe”. Porque, en definitiva y como dice magistralmente la poeta, la poesía no es más que “Lo que dejamos atrás y lo que olvidaremos; el imperio perdido de las tortugas.”
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