La casa de mis abuelos
tenía una higuera que señalaba hacia el norte
en el adviento y los días de guardar.
También tenía
una parra con uvas silvestres
que caían en cestos de mimbre
desde una fecha impar de la posguerra.
Antes de que yo naciera
mi padre jugaba con soldaditos de plomo
en el empedrado de la plaza
donde un día perdió su identidad
entre la carne dura del membrillo.
Y de la acedera áspera del hambre
creció a manojos
el aroma verde del jabón de lagarto.
2
En las noches furtivas de diciembre
mi madre sembraba trigo
sobre un colchón de lana,
mientras tomaba un té amargo en Marruecos
recordando a los amantes
que nunca tuvo,
o visitando ciudades exóticas
con nombres agrios como Bogotá
escritos en el aroma a mostaza
de los libros prestados.
4
En el lugar más alto de la sierra
los musulmanes vigilaban
un cruce de caminos.
Allí el deseo sembró espigas de menta
en las manos posibles de una monja.
Mientras los siglos
iban dejando huellas de cipreses
en el pulso irregular de la vida.
7
Tu nombre de miel y cáscara de naranja
irrumpió en mi cuerpo como la luz
que ilumina las ruinas de una iglesia.
Hay entre nuestros cuerpos
miles de judíos errantes
que recorren un destierro
de ciudades perdidas.
Caminos que nunca llevan
al próximo oriente.
Pulseras de perlas negras y corales.
10
Me llevo a la boca tu nombre a racimos.
Los gajos van dejando un rastro de centauros,
de fuentes arabescas y seres mitológicos.
Las moras que coloqué en el valle de tu espalda,
yacen ahora inertes
como un papiro escrito en una lengua muerta.
(Nota: la foto pertenece al Palacio de Villena, en Cadalso de los Vidrios)
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