Dicen que el universo tiene la piel arrugada de un dios envejecido y que su tela contiene agujeros por los que la realidad se escapa para jugar a las tinieblas con sus hijos espacio y tiempo.
Dicen que una vez cada cien años las venas de las que emana la vida escogen un cuerpo para derramar en él la memoria de los siglos y que así es como nace el corazón del poeta.
Dicen que hace mucho tiempo, un dios de voz inclinada y rasgos invencibles, inventó el olvido como una fórmula magistral para que los hombres pudiesen amar sin que se extinguiese la raza.
El olvido para no notar ese punzón abriendo la aorta del buey, para poder sentarse en un banco del paseo sin sentir como el dolor abre su inmensa boca para morder el cuello del tigre.
Un lugar ausente de las largas manos de la naturaleza, sin la respiración metálica de la realidad.
El anochecer se está desvaneciendo como rabos de lagartija que coletean entre las hojas desprendidas del árbol de la memoria.
Dicen que en el espacio, más allá de las estrellas que se extinguieron hace décadas, existen cataratas de vacíos en donde todo lo que entra nunca vuelve a aparecer.
En esos lugares hay seres extraños que habitan entre erizos de sal y lobos que tiemblan de locura detrás de la mirada.
Cierro la puerta de mi infancia y a mi mente acude una música ancestral de tambores. Me he quedado con las máscaras de los tótems riéndose ante mi imposibilidad de asumir el destino. Máscaras detrás de las cuales se esconden todos y cada uno de los símbolos de la humanidad. Y sin embargo, soy incapaz de descifrar su significado, aunque en sueños acuda a mí teñido de algas y nebulosa.
El olvido irrumpe como la hemorragia del parto. La madre son todas las madres y el nacimiento otra forma de olvidar.
Los caracoles amarillos están atrofiando las venas del recuerdo. Y las uvas comienzan a blanquear sobre los juguetes de madera, dentro del habitáculo negro con ramificaciones incesantes.
Una mujer desnuda nos mira desde el final del laberinto, con su cuerpo asemejando el estado larvario. Tiene la piel húmeda, recubierta de lágrimas de gacela y tejidos vegetales.
Intentamos avanzar por las ramificaciones que se extienden en el habitáculo negro, queriendo llegar al lago donde se encuentra la mujer y mirar el cabello de sirena que se entreteje con nuestros pensamientos más íntimos.
La mujer se escapa como un pez de harina cada vez que creemos haber comprendido el significado del laberinto.
Hemos de sumergirnos más abajo de los surcos que dejó la ballena rosada, más abajo del muro de tiza de la consciencia.
Y una vez allí, entre los pliegues opiáceos del subconsciente, habrá que despojarse de la ropa y las creencias, habrá que dejarse llevar por la marea, hasta naufragar y llegar al tablero de damas donde se decidirá la partida.
El tablero tiene cuadrados blancos y negros de los que nacen flores. Y entre las grietas los insectos se arrastran sobre la superficie de los miedos de cada persona que llega hasta este lugar.
Allí nos esperará la mujer, acariciando el vientre de la ballena, donde nos hallamos nosotros desde que decidimos adentrarnos en el abismo.
Entonces nos damos cuenta de que el tablero es redondo y que es imposible salir de él. Jugamos con la ballena a cuestas, intentamos encontrar algún modo de escapar de ese lugar de olvido. Nos entretenemos en desflorar una margarita violeta, en aplastar a las luciérnagas azules, y en el momento menos pensado, el tablero se cierra sobre sí mismo.
Dicen que las fábulas son llevadas en un barco de miel de sueño en sueño y que así es como la memoria colectiva impide el olvido de los hombres.
Ya se acerca el sueño,
desde la enorme estatua de párpados cerrados.
http://www.obrasocialcajamadrid.es/ObraSocial/os_cruce/0,0,70143_0_0_0,00.html
(Nota: La imagen es una obra de Marina R. Vargas)
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